Veinticinco años han pasado ya desde la última reforma de nuestra Constitución Nacional. Un hecho considerado por Raúl Alfonsín como necesario y fundamental desde los primeros meses de recuperada la democracia.
El anhelo republicano pudo concretarse recién una década después, debido al consenso alcanzado entonces por los partidos políticos más representativos y gracias a la valiosa labor desplegada por la Asamblea Constituyente que tuvo su sede en la Universidad Nacional del Litoral.
Es sabido que la existencia de una Constitución nos cobija como Nación, nos asegura un límite infranqueable contra el abuso de poder de quienes gobiernan, quienes se ven también compelidos y compelidas por ella a no avasallar las funciones que se les asignan en base a la garantía republicana de división de poderes.
Aquélla por la que lucharon nuestros grandes próceres - plasmada en 1853-, a lo largo de nuestra historia, nos ha servido de guía y de sostén en el crecimiento y fortalecimiento de nuestro régimen democrático. Pero la Constitución que teníamos a principios de la década de los noventa requería de ciertas precisiones y de mayores avances.
Y así, en 1994 Argentina logró una carta más aggiornada a las necesidades de nuestro pueblo, considerada todavía hoy como una de las más modernas del hemisferio. En ella se consagran, entre varios aciertos, la elección directa del Poder Ejecutivo y del Senado - aumentando en el caso de éste último su composición para incluir a la primera minoría electa-, la limitación temporal del mandato presidencial y legislativo, la creación de la Auditoría General de la Nación como órgano de control, la atenuación de la competencia del Poder Ejecutivo para dictar decretos de necesidad y urgencia, la creación de la Jefatura de Gabinete, entre otras medidas de tinte parlamentarista que buscaron atenuar el fuerte acento presidencialista que históricamente ha caracterizado a nuestro país.
La reforma incluyó además la consagración de la autonomía universitaria, de la autonomía municipal, la incorporación de formas de democracia semidirecta - la iniciativa popular y la consulta popular-, el reconocimiento expreso de los derechos políticos, protecciones ambientales, derechos de usuarios y consumidores, el derecho a la educación pública sobre la base de la gratuidad y la equidad, derechos de los pueblos indígenas, entre otros asuntos que requerían de su ingreso urgente en la constitución formal.
Así se plasmó también el artículo 86 sobre la Defensoría del Pueblo de la Nación, institución que se vio a su vez receptada en su par bonaerense. Su incorporación como órgano extra poder, con autonomía funcional, con un claro mandato en defensa de los derechos humanos de toda la población y con poder frente al Estado, ha sido fundamental para permitir el desarrollo de su actuación tanto en la esfera federal como en la provincial.
Debemos también destacar la recepción de la acción de amparo, herramienta judicial que desde su creación pretoriana ha tenido un profuso desarrollo y ha permitido la defensa contra el Estado y los particulares ante el avasallamiento de derechos. Gracias a estas medidas más rápidas, hoy es posible avanzar en una protección judicial más efectiva en cuestiones de salud, medio ambiente, educación,vivienda, entre tantas otras.
Finalmente, la importancia de haber incorporado en la Constitución una serie de instrumentos internacionales - declaraciones y tratados- sobre derechos humanos a los que se les otorga jerarquía constitucional y de haber adoptado un procedimiento especial para la adhesión futura de nuevos tratados con esa supremacía - por el que actualmente tres más gozan de ese estatus-.
Aquella formidable adición modifica de manera constante nuestra Constitución - en su interpretación y por tanto también en su aplicación- porque obliga a los tres poderes a estar actualizados sobre los mayores avances de los sistemas internacionales de protección. Este dinamismo nos permite como sociedad exigir a nuestras autoridades los desarrollos más progresivos en materia de derechos humanos que se traducen en sucesivos estándares internacionales que deben ser cumplidos por nuestro país.
Sin dudas, la Constitución de 1994, con sus progresos y aún con sus pendientes, ha servido durante estos veinticinco años para acompañar la maduración de nuestro sistema democrático. Fue y es indispensable en ese proceso de crecimiento,aunque lamentablemente ella no garantiza por sí sola la institucionalidad y el respeto de los derechos humanos.
Tal vez sea por ello que necesitamos y necesitaremos siempre de gobernantes que tengan por función principal el cumplimiento de los objetivos más caros a nuestro Pueblo, aquellos que se encuentran enunciados en la propia Carta Magna, “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todas las personas del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”
Marcelo Honores- Defensor del Pueblo Adjunto en Derechos Humanos y Salud de la provincia de Buenos Aires.