Por Guido Lorenzino
Se cumplen 40 años de la guerra de Malvinas. En este punto, tenemos el deber de reflexionar sobre los desafíos en materia de soberanía. Malvinas es mucho más que un archipiélago: es una metáfora de aquello que fuimos, somos, y podemos ser. Es una invitación a repasar nuestra historia como nación y nuestro futuro como pueblo.
Hablar de Malvinas nos debe llevar a abrir el análisis. En primer lugar, entender que son argentinas, ya sea por argumentos históricos, geográficos, culturales, económicos como políticos. Es un territorio sobre el que ejercemos soberanía activa desde la Revolución de Mayo. Es parte de nuestro país, de nuestra Argentina bicontinental, más allá de haber sido usurpadas en 1833, durante la tercera invasión inglesa a nuestras tierras. Son, además, parte de nuestra cultura: ¿quién no piensa en las Islas cada vez que ve el gol de Maradona a los ingleses?.
Pero, Malvinas también es una invitación constante a pensar en cómo el colonialismo implica una afrenta a nuestros derechos humanos, al desarrollo de nuestros pueblos y de las generaciones venideras. Es concebir una Argentina oceánica, que tiene en el Atlántico una vía a la alimentación de calidad para nuestros niños y niñas, a la exploración mineral, a la posibilidad de fomentar proyectos de ciencia y técnica que sitúen a nuestro país en la vanguardia. Hablar de Malvinas es soñar con la Pampa Azul y la Antártida como parte elemental de un modelo de país.
Malvinas también es una invitación a la paz, a retomar lo más rico de la tradición diplomática argentina, entre cuyos puntos más altos se encuentra el “Alegato Ruda” de 1964, que culminó con la adopción, un año más tarde, de la Resolución 2.065 de Naciones Unidas que es sistemáticamente desoída por el Reino Unido. El archipiélago implica, además, una denuncia permanente a la militarización del Atlántico Sur, a la base militar de Monte Agradable, que es la más grande de la OTAN en la región. Sus ejercicios militares, su amenaza a la paz, condición indispensable para la vigencia de los derechos humanos, es en sí mismo un acto que debe ser sostenidamente repudiado por el pueblo argentino y, sobre todo, por quienes ejercemos una función pública.
A 40 años de la guerra de Malvinas aún queda mucho por pensar y demasiado por hacer. Reflexionar sobre la soberanía es, también, una excusa para debatir modelos de desarrollo y justicia social. Es un llamado a entender la necesidad de pensarnos regionalmente, hermanados con el resto de América Latina. Es soñar un futuro próspero, respetuoso del ambiente, pujante en materia científica, en el que reine la paz y, sobre todo, en el que, de una vez y para siempre, dejemos de tener una parte de nuestro territorio cautiva de las dinámicas coloniales, una herida abierta en nuestro sur.
Pero, Malvinas también es una invitación constante a pensar en cómo el colonialismo implica una afrenta a nuestros derechos humanos, al desarrollo de nuestros pueblos y de las generaciones venideras. Es concebir una Argentina oceánica, que tiene en el Atlántico una vía a la alimentación de calidad para nuestros niños y niñas, a la exploración mineral, a la posibilidad de fomentar proyectos de ciencia y técnica que sitúen a nuestro país en la vanguardia. Hablar de Malvinas es soñar con la Pampa Azul y la Antártida como parte elemental de un modelo de país.
Malvinas también es una invitación a la paz, a retomar lo más rico de la tradición diplomática argentina, entre cuyos puntos más altos se encuentra el “Alegato Ruda” de 1964, que culminó con la adopción, un año más tarde, de la Resolución 2.065 de Naciones Unidas que es sistemáticamente desoída por el Reino Unido. El archipiélago implica, además, una denuncia permanente a la militarización del Atlántico Sur, a la base militar de Monte Agradable, que es la más grande de la OTAN en la región. Sus ejercicios militares, su amenaza a la paz, condición indispensable para la vigencia de los derechos humanos, es en sí mismo un acto que debe ser sostenidamente repudiado por el pueblo argentino y, sobre todo, por quienes ejercemos una función pública.
A 40 años de la guerra de Malvinas aún queda mucho por pensar y demasiado por hacer. Reflexionar sobre la soberanía es, también, una excusa para debatir modelos de desarrollo y justicia social. Es un llamado a entender la necesidad de pensarnos regionalmente, hermanados con el resto de América Latina. Es soñar un futuro próspero, respetuoso del ambiente, pujante en materia científica, en el que reine la paz y, sobre todo, en el que, de una vez y para siempre, dejemos de tener una parte de nuestro territorio cautiva de las dinámicas coloniales, una herida abierta en nuestro sur.